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ORIGENES
DEL ESPAÑOL
JOSE
ORTEGA Y GASSET |
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Gesticulación
AL
señor, el honor. Me complace sobremanera iniciar esta serie
de notas bibliográficas con algunos ademanes delante de
un libro de Menéndez Pidal. Grandes gestos de admiración,
de entusiasmo hacia la obra gigante —gestos menores de curiosidad,
de duda—; luego, alguna mueca de leve descontento. El libro
se titula: Orígenes del español. Estado lingüístico
de la Península ibérica hasta el siglo XI. No se
trata precisamente de un cuento erótico. Y, sin embargo,
el tema es de ternura —se habla de un niño: el idioma
recién nacido, blando y mofletudo, lechal. Es un tratado
del español balbuciente, que motiva cuestiones deliciosas,
de esas que en toda sensibilidad específicamente intelectual
despiertan largas voluptuosidades. (Porque no se puede dudar:
se es intelectual en la medida en que se sea voluptuoso de problemas
teóricos, de ideas. La actitud de ascetismo ante las ideas
—eludirlas, reducir al mínimo su contacto y manoseo—
es característica del pseudointelectual. Ya verán
ustedes cómo este se las arreglará para adoptar
lo antes posible, frente a problemas teóricos, posturas
políticas o religiosas o morales o prácticas. No
cometerá nunca el pecado congénito al intelectual,
el pecado de que este nace, que le nutre, que le justifica: la
delectación morosa en el problema como tal.)
Sin menoscabo de las anteriores, me parece ser esta la obra más
importante que hasta ahora ha publicado Menéndez Pidal.
Su mente, bien labrada lustro tras lustro, mantenida bajo una
disciplina rigorosa, llega en esta sazón a las mayores
cosechas. Todo hace esperar que ahora vamos a recibir frecuentes
y áureos frutos.
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Es
esta obra la más importante entre las suyas,
por varias razones. En primer lugar, el tema es delicadísimo.
Atacarlo implica ya generosa audacia. Toda cuestión
de orígenes es peligrosa: el origen está
siempre o muy en lo alto o muy en lo hondo. Exige
ascensión o sumersión. Vértigo
o ahogo. Al investigar los orígenes de un idioma,
todo se vuelve difícil; hasta la materialidad
de allegar los datos imprescindibles. El lingüista
del habla contemporánea no tiene que moverse
para hacer su botánica verbal. Por la mañana,
con el desayuno, le entran el periódico. Basta.
En el periódico puede herborizar. Pero, ¿dónde
está el romance que se hablaba en el siglo
IX? El botánico tiene que hacerse explorador,
penetrar en la selva del archivo, un día y
otro, para volver, los más, inane. ¡Gran
jornada, en cambio, cuando se ha conseguido arrancar
un vocablo, un solo vocablo, entre el boscaje espinoso
de un cartulario! La labor consumada a este fin por
Menéndez Pidal es incalculable. Sin embargo,
apenas significa
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nada
en comparación con lo que viene después. Para
someter a tratamiento ese botín léxico el autor
acumula toneladas de saber medievalista. La abundancia es
tal que, para ser sincero, yo tendría que juzgarla
excesiva y hacer notar que deforma la arquitectura del libro.
(Es preciso que los hombres de ciencia vuelvan a caer en la
cuenta de que escriben libros. Los mismos alemanes, que causaron
originariamente el daño, comienzan a arrepentirse.
Un libro de ciencia tiene que ser de ciencia: pero también
tiene que ser un libro.) |
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Mas
aún queda lo mejor: lo que vale más en la obra
de Menéndez Pidal no es la infatigable exploración
ni el cúmulo de saberes. Si no hubiese en ella más
que esto, no merecería, con la pureza que lo reclama,
el divino título de ciencia. Ciencia no es erudición,
sino teoría. La laboriosidad de un erudito empieza
a ser ciencia cuando moviliza los hechos y los saberes hacia
una teoría. Para esto es menester un gran talento combinatorio
compuesto en dosis compensadas de rigor y de audacia. Este
es, a mi juicio, el don ejemplar de nuestro Pidal, hazañoso
y mesurado a un tiempo bajo su barba florida, que empieza
ya a cendrarse en buena plata. Esto, esto es lo que le eleva
por encima de cuantos cultivan hoy en España los estudios
históricos, lo que de él hace el más
grande romanista entre los vivientes. ¡Señores,
una vez más, ciencia no es saber! ¿Cómo
va a serlo, si el padre de la ciencia, Sócrates, la
definía más bien, como un docto no saber? El
saber es la creencia segura de sí misma, a fuerza de
hábito, manía o anquilosis, que posee el hombre
no científico. La ciencia consiste en sustituir el
saber que parecía seguro por una teoría, esto
es, por algo siempre problemático. O dicho de otra
manera: ciencia es aquello sobre lo cual cabe siempre discusión.
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