—Yo
asimismo doy por ella las cuatro mil doblas que el judío
pide, y no las diera ni me pusiera a ser contrario de
lo que Alí ha dicho si no me forzara lo que él
mismo dirá que es razón que me obligue y
fuerce, y es que esta gentil esclava no pertenece para
ninguno de nosotros, sino para el Gran Señor solamente;
y así, digo que en su nombre la compro: veamos
ahora quién será ,;1 atrevido que me la
quite.
—Yo seré —replicó Alí—,
porque para el mismo eícto la compro, y estáme
a mí más a cuento hacer al Gran Señor
este presente por la comodidad de llevarla luego a Constantinopla,
granjeando con él la voluntad del Gran Señor;
que como hombre que quedo (Hazán, como tú
vees) sin cargo alguno, he menester buscar medios de tenelle,
de lo que tú estás seguro por tres años,'
pues hoy comienzas a mandar y a gobernar este riquísimo
reino de Chipre. Así que, por estas razones y por
haber sido yo el primero que ofrecí el precio por
la cautiva, está puesto en razón ¡oh
Hazán! que me la dejes.
—Tanto más es de agradecerme a mí
—respondió Hazán— el procurarla
y enviarla al Gran Señor, cuanto lo hago sin moverme
a ello interés alguno; y en lo de la comodidad
de llevarla, una galeota armaré con sola mi chusma
y mis esclavos, que la lleve.
Azoróse con estas razones Alí, y levantándose
en pie empuñó el alfanje, diciendo:
—Siendo ¡oh Hazán! mis intentos unos,
que es presentar y llevar a la cristiana al Gran Señor,
y habiendo sido yo el comprador primero, está "puesto
en razón y en justicia que me la dejes a mí,
y cuando otra cosa pensares, este alfanje que empuño
defenderá mi derecho y castigará tu atrevimiento.
El Cadí, que a todo estaba atento y que no menos
que los dos ardía, temeroso de quedar sin la cristiana,
imagino cómo poder atajar el gran fuego que se
había encendido, y juntamente quedarse con la cautiva
sin dar alguna sospecha de su dañada intención;
y así, levantándose en pie, se puso entre
los dos, que también lo estaban, y dijo:
—Sosiégate, Hazán, y tú, Alí,
estáte quedo, que yo estoy aquí, que sabré
y podré componer vuestras diferencias de manera
que los dos consigáis vuestros intentos y el Gran
Señor, como deseáis, ser servido.
A las palabras del Cadí obedecieron luego; y aun
si otra cosa más dificultosa les mandara, hicieran
lo mismo (tanto es el respecto que tienen a sus canas
los de aquella dañada secta); prosiguió,
pues, el Cadí, diciendo:
—Tú dices, Alí, que quieres esta cristiana
para el Gran Señor, y Hazán dice lo mismo;
tú alegas que por ser el pirmero en ofrecer el
precio ha de ser tuya; Hazán te lo contradice,
y aunque él no sabe fundar su razón yo hallo
que tiene la misma que tú tienes, y as la intención,
que sin duda debió de nacer a un mismo tiempo que
la tuya, en querer comprar la esclava para el mismo efeto;
sólo le llevaste tú la ventaja en haberte
declarado primero, y esto no ha de ser parte para que
de todo en todo quede defraudado su buen deseo; y así,
me parece será bien concertaros en esta forma:
que la esclava sea de entrambos, y pues el uso della ha
de quedar a la voluntad del Gran Señor, para quien
se compró, a él toca disponer della; y en
tanto, pagarás tú, Hazán, dos mil
doblas, y Alí otras dos mil, y quedaráse
la cautiva en poder mío para que en nombre de entrambos
yo la envíe a Constantinopla, por que no quede
sin algún premio, siquiera por haberme hallado
presente; y así, me ofrezco de enviarla a mi costa,
con la autoridad y decencia que se debe a quien se envía,
escribiendo al Gran Señor todo lo que aquí
ha pasado y la voluntad que los dos habéis mostrado
a su servicio.
No supieron, ni pudieron, 'ni quisieron contradecirle
los dos enamorados turcos; y aunque vieron que por aquel
camino no conseguían su deseo, hubieron de pasar
por el parecer del Cadí, formando y criando cada
uno allá en su ánimo una esperanza que,
aunque dudosa, les prometía poder llegar al fin
de sus encendidos deseos. Hazán, que se quedaba
por virrey en Chipre, pensaba dar tantas dádivas
al Cadí que, vencido y obligado, le diese la cautiva.
Alí imaginó de hacer un hecho que le aseguró
salir con lo que deseaba, y teniendo por cierto cada cual
su designio, vinieron con facilidad en lo que el Cadí
quiso, y de consentimiento y voluntad de los dos se la
entregaron luego, y luego pagaron al judío cada
uno dos mil doblas. Dijo el judío que no la había
de dar con los vestidos que tenía, porque valían
otras dos mil doblas, y así era la verdad, a causa
que en los cabellos (que parte por la espalda sueltos
traía, y parte atados y enlazados por la frente)
se parecían algunas hileras de perlas que con extremada
gracia se enredaban con ellos; las manillas de los pies
y manos, asimismo venían llenas de gruesas perlas;
el vestido era una almalafa de raso verde, toda bordada,
y llena de trencilas de oro; en fin, le pareció
a todos que el judío anduvo corto en el precio
que pidió por el vestido, y el Cadí, por
no mostrarse menos liberal que los dos bajaes, dijo que
él quería pagarle, por que de aquella manera
se presentase al Gran Señor la cristiana. Tuviéronlo
por bien los competidores, creyendo cada uno que todo
había de venir a su poder.
Falta ahora por decir lo que sintió Ricardo de
ver andar en almoneda su alma, y los pensamientos que
en aquel punto le vinieron, y los temores que le sobresaltaron
viendo que el haber hallado a su querida prenda era para
más perderla; no sabía darse a entender
si estaba dormiendo o despierto, no dando crédito
a sus mismos ojos de lo que veían; porque le parecía
cosa imposible ver tan impensadamente delante de ellos
a la que pensaba que para siempre los había cerrado;
llegóse en esto su amigo Mahamut, y díjole:
—¿No la conoces, amigo?
—No la conozco —dijo Mahamut.
—Pues has de saber —replicó Ricardo—
que es Leonisa.