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AMIGOS
ilustres, que tanto me habéis estimulado a
recoger mi obra lírica en un volumen; afectuosos, ingenuos
admiradores del tránsito, que os dolíais de
que yo fuera escribiendo en el viento, sin unidad en mi viday
como bajo el influjo de una embriaguez diabólica: he
aquí el libro que me representa, el fruto amargo de
mi saber. |
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Resume
los esfuerzos de muchos años de experiencia honda y
seria del dolor humano, de dilatación dela fantasía,
de pugna con las palabras. Compensa el tiempo que he hurtado
a la regularidad de las empresas periodísticas, en
mi vagabundez,
y
los viajes absurdos que no tienen
ruta fija ni punto cardinal.
Es
la impresión valerosa, con tristeza imperial vestida,
de imágenes y representaciones de un alma solitaria,
y el grito desolado de esa alma en sus precarios fulgores,
ante la inanidad de todo y la Muerte como límite. Diadema
de lágrimas de la inteligencia, que ciñe mi
corazón defraudado. Sucesión confusa de tragedias
espirituales.
Confieso que más de una vez me ha parecido letal la
amargura de estas canciones, hasta cuando la estrella de la
tarde, símbolo de la belleza, baña de suave
claridad el panorama interior. He planteado de nuevo, bajo
la inocencia de las rimas, el duelo inenarrable de la materia
con el espíritu que en ella parece reverberar, y complico
el antiguo dolor de la lira con un-dolor que no conoció
ninguno de los grandes desolados. En medio de la orgía
se oyen las acres negaciones de la soberbia lúgubre,
y en la tremenda actitud de la Musa se podría ensayar
una mis-tica de Satán.
Soy antioqueño, soy de la raza judaica, gran productora
de melancolía, según expresión de Ortega
y Gas-set, y vivo como un gentil que no espera ningún
Mesías, o como un pagano acerbo en la Roma decadente.
Un frío, agudo análisis me veda la aceptación
del testimonio de los sentidos como otra cosa que un engaño;
y en cuanto a las nebulosas de la Metafísica o de la
Teología, no han alcanzado a domar la rebelión
de mi inteligencia, y la belleza no me parece una dádiva
que compense los dolores del pensamiento. Quizá una
concepción justa del Universo y de nosotros, que nos
ponga al unísono con la ley vital y nos dé la
tranquilidad y la humilde, fecunda alegría, no pueda
fundarse sino en la belleza; pero son infinitos e imprescriptibles
los derechos del ser, y allende la última belleza que
él conciba se extenderá siempre "una negrura
que da vértigos".
Esta es la tónica de mi Musa, este es el secreto de
mi tragedia espiritual, que está revelando mi poesía.
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EXCAVANDO
UN ENTIERRO
Por: Mariano Picon Sala
Los
Gavinas (esto lo aprendí de mi abuelo, porque era yo
niño curioso de los que se quedan escuchando aquellas
conversaciones de Historia que son tan frecuentes en las tertulias
me-rideñas), los Gavirias vinieron a conquistan las
Sierras Nevadas en la compañía de Juan Rodríguez
Suárez; se les dio encomiendas de indios y disputaron
a otra familia no menos áspera y beligerante, la familia
de los Cerrada, el quisquilloso derecho de llevar palio en
las procesiones del Santísimo, de administrar la mayordo-mía
de fábrica de la Catedral y de sacar so templado acero
para dirimir aquellas disputas que no alcanzaba a resolver
la engolillada justicia del ,tiempo de los españoles.
Aunque nuevas gentes vinieron a sucederles en nuestra pequeña
heráldica provinciana, el nombre de Cerradas y Gavinas
anda todavía ahondado de leyendas en algunos sitios
de Marida. Hay la silenciosa calle de Cerrada con sus solares
viejos, su vista sobre la Sierra y los potreros verdes y frondosos
que marginan el Albarregas. El no menos altivo linaje de los
Gavirias, se conmemora en las aguas de una quebrada —hija
menon del blanco y torrentoso Albarregas— que fecunda
las siembras de frutos menores en los campos aledaños
de la Otra banda; y sobre todo, en la persona de Apolinar
Gavina, llamado por mal nombre "Sancocho", que en
la Mérida de mi infancia desempeñaba el doble
oficio de albañil y sepulturero y cuya cuchara de buen
artesano y sus arguenas cargadas de mezcla fresca, de cal
de las canteras de Milla y de arena del mentado Albarregas,
me fueran tan familiares en la casa de mi abuelo. No era sólo
—como después lo veremos— para ajustar
los ladrillos flojos, revocar un muro o alzar un nuevo cimiento
para la piedra de moler de la cocina, que Gaviria o Sancocho
se establecía en la casa.
—Si hay alguien que puede alegar linaje, aquí
donde tantos lo pretenden, es precisamente "Sancocho",
cuyo guerrero apellido se rastrea entre los primeros pobladores
de la ciudad ;—decía mi abuelo.
(Y bastaba sustituir imaginariamente el modesto traje de dril,
las alpargatas y los -utensilios pacíficos de "Sancocho",
pori prendas más arcaicas, para que viéramos
armado de partesana y rodela un fiero conquistador de las
Sierras Nevadas, con la castiza energía de sus barbas
y hasta su vocabulario de descomedidas palabras.)
Cada tanto tiempo —esto era uno de los secretos de la
casa— "Sancocho" venía a escavar en
el solar un legendario "entierro" que no se encontró
nunca. Ciertas lucecillas sospechosas, sumamente móviles
y fugaces que recorren el en algunas oscuras noches, y los
pasos no enigmáticos que se sienten en el enclaustrado
corredor cuando todas las gentes están durmiendo, constituyen
el simbólico y aproximado indicio del tesoro. Y algo
como una lejana voz de herido que se queja y se difunde y
prolonga en el aire medroso de la alta noche. Se encendía
una vela en el cuarto del trasnochado, se preguntaba: "¿Quién?"
y se salía a ver si todas las puertas estaban cerradas.
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