Freud 
                dice en uno de sus ensayos: "Si una biografía pretende 
                penetrar hasta lo más hondo de la vida psíquica 
                del héroe, no puede pasar en silencio —como casi 
                siempre ocurre, por discreción o por mojigatería— 
                las características sexuales del biografiado"1. Esto, 
                que es siempre verdad, alcanza un valor máximo en ciertos 
                casos como en el de Amiel. Yo recuerdo que cuando leía, 
                de mozo, la edición primera del Diario, sentía, 
                por instinto, la necesidad de la explicación biológica, 
                que faltaba a aquella vida casta y casi santa, de varón 
                atormentado. Tengo también por cierto que esta misma impresión, 
                apenas apoyada en raras frases alusivas, que el celo de sus primeros 
                editores dejó escapar en el expurgo de las 16 000 páginas 
                de la vasta autobiografía, constituyó siempre una 
                buena parte del incentivo apasionado que despertaba esta lectura 
                en miles y miles de hombres y de mujeres. La ulterior publicación 
                de los fragmentos inéditos del Diario ha colmado, con creces, 
                la sospecha. Hoy podemos afirmar que la tragedia íntima 
                de Amiel, tragedia de la que surgió su obra perenne, es 
                una desarmonía entre su instinto sexual y la realización 
                de este instinto, desarmonía engendrada, como la de tantos 
                hombres, en parte por condiciones nativas de su organismo y en 
                parte por imposiciones del medio en que se vio obligado a vivir. 
                Los progresos de la psicopatología moderna —sobre 
                todo la divulgación de las ideas freudianas—, coincidiendo 
                con el conocimiento detallado del Diario de Amiel, en su aspecto 
                autobiográfico (las primeras ediciones eran, ya lo hemos 
                dicho, una recopilación literaria y filosófica, 
                más que el documento de una vida), dieron lugar a multitud 
                de estudios médicos y psicológicos sobre la personalidad 
                normal y patológica del pensador suizo. Remitimos al lector 
                interesado en este aspecto del tema a la tesis de Medioni2 y, 
                sobre todo, al copioso volumen, no propiamente médico, 
                pero colmado de datos y sugestiones psicológicas, de Bopp. 
                Nosotros no tocaremos nada de esto más que de pasada. Creemos, 
                como el mismo Medioni, que es pueril querer hacer de Amiel un 
                enfermo. Amiel fue un hombre, fisiológicamente, normal, 
                y, socialmente, vulgar; y a esto se debe precisamente —repitámoslo— 
                el interés que despierta su vida. Se me dirá que 
                no puede llamarse vulgar a quien poseía la sensibilidad, 
                la cultura y la capacidad meditativa que acredita su Journal intime. 
                Pero la medida del valor social de un hombre la da la eficacia 
                de su propia vida y de su acción profesional y no los documentos 
                de ultratumba; y en este sentido, todos están de acuerdo 
                en que la existencia de Amiel fue la mediocridad. Por no citar 
                más que un .solo testimonio, recordaremos aquí el 
                tantas veces comentado 
                De Scherer, el gran critico amigo intimo de Amiel, que, al recibir, 
                a poco de muerto éste, la visita de Bouvier, portador del 
                manuscrito del Diario, para que lo leyera y para que patrocinara 
                su publicación, exclamó: "Recoja esos papeles 
                y lléveselos, joven. He conocido a Amiel. He leído 
                sus obras. No acertó nunca. Dejemos a su memoria dormir 
                en paz"4. El diagnóstico —pedante, como de critico 
                de oficio— era autorizado e inapelable. Y, sin embargo, 
                este hombre vulgar —no hay por qué rectificar el 
                epitafio— había vivido. en secreto, una existencia 
                apasionada, esmaltada de momentos felices de creación, 
                alguna vez geniales: como seguramente le ocurre a multitud de 
                otros ciudadanos del montón, del más informe montón, 
                que no escribieron nunca su autobiografía, porque no pudieron, 
                porque no quisieron o porque no sabían escribir.
                Tampoco vamos a renovar aquí la vieja cuestión, 
                nunca aclarada, de dónde acaba el terreno firme de la normalidad 
                y dónde empieza el campo cenagoso y arbitrario de lo patológico. 
                Nadie lo sabe; y menos en psicopatía, como puede comprobarse 
                en los informes de los peritos en psiquiatría cada vez 
                que un hombre cualquiera comete una acción antisocial o 
                que se lo parece a los demás. Lo cierto es que los hombres 
                más normales pueden ejecutar hechos, aislados o continuados, 
                inspirados por una anormalidad irresponsable; como los locos de 
                atar tienen con frecuencia plena y normal conciencia y, por tanto, 
                responsabilidad absoluta de su proceder. En el fondo, el que el 
                balance de nuestra actividad sea o no sensato depende de que el 
                medio en que nos movamos nos sea favorable o adverso. Los psicólogos 
                y psiquíatras están de acuerdo —lo cual, por 
                lo demás, es una perogrullada— en que ese acomodo 
                o ese roce con el medio está, en gran parte, ligado a la 
                fácil o difícil satisfacción de los dos instintos 
                primarios, el de la conservación y el de la reproducción. 
                Este último —que en la especie humana se complica 
                y dignifica tanto— es el que más nos interesa; el 
                que interesa también con pasión, en ocasiones excesiva, 
                a los biólogos y artistas actuales; porque se infiltra 
                en los estratos más delicados y profundos del alma; y, 
                como actividad que es de lujo, y no de primera necesidad, afecta 
                más honradamente a las criaturas superiores, a las que 
                se han liberado, hasta cierto punto, de la servidumbre del instinto 
                de la conservación.
                Amiel, hombre de jerarquía superior, dentro de su vulgaridad, 
                sufrió la esclavitud de una frecuente desarmonía 
                sexual, la timidez. Sería, desde luego fácil demostrar 
                en su espíritu abierto de par en par por él mismo, 
                como ningún psicoanalista lo hubiera logrado, rasgos de 
                una determinada constitución mental, deformada o excesiva. 
                La suya era evidentemente propensa al autoanálisis, a la 
                introversión y a la melancolía. Como la de tantos 
                otros hombres. Pero hubiera sido feliz, con tal mentalidad, de 
                no haberse interpuesto, entre ella y el medio, el instinto trastornado 
                por la timidez. Toda su vida desde que escribió el Incipit 
                Vita Nova de su conciencia hasta que murió, a los sesenta 
                años, con la terrible lucidez de los cardíacos, 
                podría definirse como un viaje doloroso, inacabable y sin 
                objeto, en torno de su sexo. Y su ejemplo debe aprovechar a los 
                demás para liberarse del suplicio increíble, reservado 
                a la especie humana, de que el instinto más noble, el que 
                nos da la facultad divina de crear seres nuevos, se convierta 
                en un tirano insoportable, que turba nuestra vigilia y nuestro 
                sueño y extravía y deforma desde las más 
                menudas hasta las más excelsas de nuestras actividades. 
                Sólo esta lección serviría para dar por bien 
                empleado el sacrificio y el esfuerzo titánico que supone 
                la redacción interminable del Diario íntimo. Amiel, 
                fue, en efecto, un hombre frustrado por el cáncer de la 
                timidez, una de las plagas que ha arrojado fuera de la normalidad 
                social a mayor número de varones bien dotados; nunca mujeres, 
                entre las que el morbo es desconocido; y por razones muy profundas, 
                a que luego aludiremos. Me atrevo a decir que, por lo menos, la 
                mitad de los hombres han visto algunas épocas de su vida 
                turbadas por este mal; y que en una cuarta parte de ellos, la 
                persistencia crónica del sentimiento de incapacidad es 
                la causa recóndita de fracasos, extravagancias y tragedias 
                en apariencia Inexplicados. Enfermedad singularmente dañina, 
                porque el que la padece la lleva oculta casi siempre, bajo una 
                máscara de normalidad, afanosamente fingida, que dificulta 
                su diagnóstico y su remedio. El tímido pasa a nuestro 
                lado, con frecuencia, sereno; y, a veces, fingiendo un ímpetu 
                sobrante: porque aquí, en el terreno sexual, en mayor medida 
                aún que en ninguna otra actividad humana, se compensa la 
                flojedad auténtica con el exhibicionismo. Ignora el tímido 
                que muchos, muchos de los que le ven pasar con indiferencia o 
                con envidia, padecen su misma preocupación. Sólo 
                los médicos no lo ignoramos. Y sé bien, por eso, 
                que cuando hablo o escribo de este tema hay muchos hombres que 
                se sienten tocados en su llaga viva. A ellos, como siempre, dirijo 
                estas palabras de claridad y de optimismo.