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RUBEN
DARIO
POR: JOSE MARIA VARGAS VILA
YA
cesó el gemido de las Muchedumbres, que como olas aullantes
seguían el Féretro;
de aquel que llenó el Mundo, con la música suave de
sus versos...;
de los panegíricos;
y la apologética;
y los ditirambos;
cesaron los ecos; |
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las
unas, se dispersaron por la Vida;
los otros, por los vientos...
se deshojaron las rosas pálidas;
sus pétalos dispersos, fueron los unos hacia las montañas
obscuras;
los otros hacia las olas de los lagos quietos; |
se
apagaron los cirios votivos, cerca del sepulcro recién abierto;
se oyó el concierto de las hojas secas, cantando en sus vuelos,
como si cantaran los extraños sueños de aquel que
fue: el Orfebre Divino del Verso;
los laureles, se hacen mustios, en los mudos senderos;
el Muerto, está solo;
se pudre en su Féretro;
ya llega el Olvido;
ya llega el Silencio;
ya se sientan juntos, sobre la tumba del Poeta Excelso. |
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ES
necesario disputar la presa a esos grandes Espectros;
matar el Olvido;
violar el Silencio;
y, degollarlos ambos, sobre la tumba del Aéda;
y, soltar sobre ella, el enjambre luminoso de las abejas de Delfos |
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HABLEMOS
de ese Muerto; evoquemos al Homérida Sublime, hermano de
Virgilio y de Terencio;
al de la lira de oro, ornada de crisantemos;
que se alce la columna, sobre el zócalo; y, encima el Estilita
Inmóvil:
el Recuerdo. |
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HABLEMOS
de ese Muerto; evoquemos al Homérida Sublime, hermano de
Virgilio y de Terencio;
al de la lira de oro, ornada de crisantemos;
que se alce la columna, sobre el zócalo; y, encima el Estilita
Inmóvil:
el Recuerdo.
YO, no escribo la vida del Poeta;
sólo escribo fragmentos;
este libro, es un Memento;
lo formo, arrancando las páginas de un libro mío,
inédito;
mi libro de Memorias que ha- de serme. postumo;
describo los momentos, en que los rudos vientos del Destino, trajeron
la barca de! Poeta, cerca a la barca mía, y su Vida, se mezcló
a mi Vida;
fortuitos encuentros, de dos argonautas, que recorrían el
mismo Peripleo...
Ulises es: el Hombre...
el Viajero Perpetuo...
siempre fijos los ojos en la Itaca lejana...
y, todos regresamos a ella.
Itaca, es la Ciudad Doliente del Misterio.
Penélope, es: la Muerte; y, nos espera de pie, sobre la linde
de su Imperio. |
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YA
el Poeta entró en él;
me precedió en el triste derrotero;
murió en el Otoño de la Vida, cuando
era aún húmedo del jugo de las vides, el oro del
follaje;
yo, entro en el Invierno, donde1 la orografía de los paisajes
se hace blanca, con un blanco de argento;
j cómo mi Viaje es largo !...
me parece eterno...
mi Vida, es ya una Via Appia ornada de sepulcros;
me precede una legión de muertos;
cada día, uno de ellos, desgarra los cendales del Misterio...
ayer fue ese cisne archidivino, que hizo blancas las olas del
Leteo, al extender sobre él, las alas niveas...
sentado al borde de mi tumba, repaso mi libro de Recuerdos, a
la luz de ese sol oblicuo y pálido que ilumina el sendero
de los muertos;
arranco estas páginas; y i las doy a los vientos; rosas
de mis rosales solitarios; caídas sobre el lago del Misterio;
donde con un collar de estrellas en el cuello;
boga el Divino Cisne... seguido por la ronda de sus Versos.
VARGAS
VILA
París, 1917,
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El
convaleciente sonreía.
Pasó el tiempo. Pablo se levantaba temprano e iba al jardín.
Había tramado amistad íntima con Andrés.
Juntos podaban los rosales, enderezaban, las ramas del jacinto,
tenían alambres para guiar la yedra a lo largo de los muros.
A veces se vestía Pablo un delantal blanco y empuñaba
las tijeras. Recortaba entonces la hierba en torno de los macizos
de claveles y al pie de las acacias. Veía los botones que
habían abierto por la noche y contaba las hojas de los
tallos nuevos.
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EL
COVALENCIANTE
Por: Rafael Maya
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Parecíale
que iba entrando en una vida de sencillez dichosa y apacible. Sus
ojos eran ya de una bondad luminosa como el resplandor de esas aguas
que duermen entre los juncos. Cuando aparecía Sor Angela
la llamaba Domus Áurea, sacando esa expresión de las
letanías como la rosa más abierta de una guirnalda
Ella sonreía con cierta gracia en que se mezclaba no sé
qué de mundana vanidad. Le habló muchas veces de sus
cabellos. |
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¿
Era cierto que estaban enterrados al pie del nogal? Algunos azadonazos
había ya dado él en las raíces del árbol
de que se labran las urnas perdurables. Pero no se había
atrevido... ¿O bien, los guardaba en el fondo de los arcones
conventuales? Sor Angela mostraba una expresión ambigua en
su semblante fino y transparente como el marfil de las efigies.
Habían desaparecido de ella los vanos temores de otro tiempo.
Se acercaba a Pablo con una dejadez de muchacha inexperta, pero
confiada. Y él sentía que una extraña fuerza
le animaba el espíritu.
Por la noche subía Pablo al oratorio. La música del
órgano le hería las fibras más sensibles de
su ser. La fe de los primeros años volvía a él
como una niña que trajese en el regazo, frescas aún,
las flores de una estación difunta. Recordó las oraciones
antiguas y gustó el sabor de la plegaria, igual que se gusta
un confite olvidado en el baúl donde guardó la abuela
nuestra primera ropa. Y así pasaron los días, hasta
que recibió una carta imprevista.
Era de su madre. La noble mujer lo llamaba con voces suplicantes.
Resolvió marcharse.
La víspera de su viaje bajó al jardín; conversó
largo rato con Andrés; recorrió toda la casa. Quería
llevar bien fresca en la retina la imagen de aquel asilo, desbordante
de flores, serena y luminosa como el palacio del Señor. Ya
tarde subió a su habitación. Al pie de la pantalla
había un cofre de madera, graciosamente sellado. No quiso
abrirlo. Y se durmió pensando en las últimas palabras
de su madre:
Tantos años de ausencia, hijo, y yo que he envejecido tan
pronto. ¿Me cerrarás los ojos?.
Pablo había llegado a su pueblo natal: unas calles rectas;
unos techos rojizos; un paseo de acacias lleno de cochecitos que
las nodrizas arrastraban cantando. Hallábase ahora en su
cuarto de estudio. Abrió el cofre de madera. ¡Ah! Sus
manos se hundieron en un caudal de oro fluido. Y sacó la
trenza de luz, el torrente de seda rubia, la madeja de miel labrada,
el tesoro opulento que había dormido a la sombra del árbol
incorruptible. Y ya no era Sor Angela la honesta Hermanita que lozaneaba
como las manzanas, al amparo del claustro, sino la mujer que él
había soñado en sus horas de fiebre, la doncella esbelta
a quien unos dedos viriles le deshacían las trenzas y descubrían
no sé qué primicias debajo de esa cauda odorífera,
a tiempo que los grandes espejos reducían la alcoba a un
solo ángulo en cuyo fondo se agitaban las cortinas de un
lecho. |
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