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El
autor de La Celestina — llámese como se llame —
debía de ser un hombre culto, erudito, libresco, y por
temperamento, vehemente, impetuoso; un hombre, en suma, intelectual
y joven. Se nota bien a las claras en el estilo en que el libro
está escrito. Del autor de La Celestina dice Cejador: "El
habla ampulosa del Renacimiento erudito la pone en los personajes
aristocráticos y a veces en los mismos criados que remedan
a su señor". (¿Que remedan a su señor
de propio intento, dándose cuenta de ello, por burlería?
O bien, ¿que hablan así, imitándolos, sin
propósito de escarnecerlos, por creer que es más
noble este lenguaje? Y aparte de esto, ¿no será
esta manera de hablar de los criados defecto de la obra, tan defecto
como el habla de los señores..., aunque menos excusable
y justificado?) "Adviértase —dice más
adelante Cejador— el estilo propio del comienzo del Renacimiento
clásico, enfático, rimbombante, lleno de transposiciones
j '. y de voces latinas." "Nos parece afectado —añade
el autor hablando de tal estilo—, porque de hecho lo era;
pero debemos agradecer al autor el que nos lo haya tan bien remedado
del natural afectado de aquellos caballeros." Tenemos por
un poco extremoso este
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concepto;
i ábrase La Celestina por la primera página; comiéncese
su 1 NI lectura. "Calisto: En esto veo, Melibea, la grandeza
de Dios. Melibea: ¿En qué, Calisto? Calisto: En dar
poder a Natura que de tan perfecta hermosura te dotase e facer a
mi inmérito tanta merced que "verte alcanzase, e en
tan j ¿- conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte
pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón
que el servicio, sacrificio, devoción e obras pías
que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido, ni otro poder
mi voluntad humana puede cumplir." Tal es el comienzo del libro.
¿Hablaban, efectivamente, así los caballeros del siglo
XVI? De ningún modo. Hay en la obra de arte (en el teatro,
sobre todo) un realzamiento del lenguaje cotidiano; el diálogo
real es ennoblecido, dignificado. No hay más que ver los
diálogos de las obras en que más se alardea de realismo. |
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La transposición literal, exacta, de las conversaciones
vulgares sería absurda, estúpida. Pero la estilización
de la prosa hablada tiene también su límite discreto.
¿Quién fija ese límite? ¿Cómo
saber en qué medida nos hemos de apartar de lo cotidiano
y cuál es la línea que en lo noble, en lo estilizado,
no debemos traspasar? Nadie puede decirlo; no existen normas precisas
sobre tal materia. Existe, de una parte, una especie de ambiente
literario que domina en toda la época, en un determinado
período histórico, especie de temperatura espiritual.
(Así vemos, por ejemplo, que en España, y en 1885,
domina en el estilo la nota solemne, amplia, enfática de
la oratoria. Es la época en que Castelar lo llena todo.
Núñez de Arce es poeta oratorio. Cánovas
crea un estilo político de un ampuloso y artificioso casticismo
oratorio. Los artículos periodísticos son oratorios.
Las crónicas literarias son oratorias. Hay excepciones;
pero el estilo, gracias a todas estas influencias, es lo que en
esa misma época se ha llamado con un adjetivo repetido
a todas horas en todas las redacciones: brillante. Hoy la temperatura
intelectual ha variado, y no comprendemos ni sentimos aquella
prosa periodística, ni aquella oratoria, ni aquella poesía.)
Existe, por otro lado, el instinto del autor, es decir, su buen
gusto, su delicadeza, su sentido de la realidad innatos. Esos
dos factores determinan el punto en que el autor ha de situar
su estilización de la vida diaria. El autor de La Celestina
traspasa frecuentemente la línea permitida al artista.
¿Es causa de ello, principalmente, las circunstancias particulares
que en el Renacimiento concurren? ¿Se trata de una concesión
del autor a determinado grupo de lectores? Afortunadamente, en
La Celestina alientan y palpitan otros elementos, que son precisamente
los que salvan, a pesar de iodo, la obra y hacen de ella uno de
los libros capitales de nuestras letras.
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II
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Nada
más interesante que examinar cómo la obra de arte y
el artista son mirados y juzgados en el fondo del organismo social,
entre los elementos primarios de la sociedad. No sabemos, a punto
fijo, lo que sucederá en
otras sociedades: pero en la española, en la primera etapa
de, la masa social, cuando se quiere encarecer y ponderar el valor
de un libro se hace referencia a la suma sabiduría, y cuando
se quiere exaltar a un artista se le adjetiva como un hombre muy sabio.
¿Cómo al pueblo ha descendido esta modalidad crítica?
De las altas clases seguramente ha bajado; un tiempo ha habido en
que —rudimentariamente— todo metro y todo contraste crítico
se reducían al tópico de sabiduría y de sabio.
Recordemos ^1 caso del Quijote; durante el siglo XIX la ponderación
y el ensalzamiento del Quijote, o mejor dicho, toda su crítica,
se ha reducido a considerarle como un libro sabio, el más sabio
de todos los libros. Cervantes, en el Quijote, era jurisconsulto,
estratega, geógrafo, botánico, médico, etc.,
etc. La crítica no decía las relaciones de la obra de
arte con la sensibilidad humana, sino que —infantilmente—
se esforzaba en demostrar la sabiduría (suma de conocimientos,
enciclopedismo, docencia) de un libro. Perdura todavía en España
este procedimiento; procedimiento, si bien intencionado, totalmente
absurdo. ¿A quién se le ocurrirá considerar como
obras sabias una novela de Flaubert, o una comedia de Moliere, o un
diálogo de Leopardi? No está en eso precisamente el
arte. Cejador, temperamento casticismo, espontáneo, popular,
ha cedido, al menos por esta vez. al prejuicio del primario elemento
social. "Que los que quieran conocer el -.mundo, el hombre, el
vivir y su amarga y dulce raíz, el amor, en que consiste toda
la sabiduría, y por cuyo conocimiento fuisteis vosotros mismos
sapientísimos varones y maestros de la filosofía española,
leerán la Tragicomedia y aprenderán y... no se escandalizarán."
Así escribe Cejador, refiriéndose a algunos autores
graves (Guevara, vives) que han condenado La calestina. |
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