A la luz de los arcos voltaicos, modestas lunas
de avenida, vía láctea de soles urbanos, larga fila
de coches sube por el boulevard Este del Capitolio y se detiene
ante la puerta del Concejo municipal de Caracas, ancha puerta lateral
del pesado e inmenso edificio que, además del Concejo, contiene
la Gobernación, tribunales el, distrito y el cuartel de Policía.
Del
primer coche echan pie a tierra Crispirn luz muy enfracado, y María,
con su velo y sus azahares de novia. De los demás coches
descienden personas conocidas, ellos y ellas de gala. A la derecha,
en el vestíbulo, un esbelto reloj, dorado marca las nueve
y media. Pasado el umbral. la concurrencia, detrás de los
novios, tuerce a la izquierda, asciende una corta gradería
y se desparrama por los asientos de damasco, en frente y a ambas
manos de la mesa de los munícipes. El salón, profusamente
iluminado por manojos de bombillas eléctricas, es un paralelógramo,
cuya tapicería mural exornan retratos al óleo, en
anchas cañuelas doradas, de próceres de la Independencia
y de ex presidentes de la República.
Mírase
colgante de la pared, en urna de cristal el viejo pendón
guerrero del conquistador Pizarro, remitido por Bolívar desde
el Perú, y al fondo, y ocupando tocio el ancho del muro,
el gran cuadro de Martín Tovar / Tovar,
-_ El Acta de Independencia, el señorío de Caracas,
los patricios, de casi tamaño natural, que firman el 5 de
Julio ' de 1811 la creación de la República. Se destacan
rol enorme lienzo el marqués de Ustáriz, que pasa
la pluma a otro patricio, y la bella y heroica persona de Francisco
de Miranda, aquel bohemio glorioso, filósofo, militar y muy.
Hombre de mundo, una de las figuras más interesantes del
siglo XVIII, que supo hacerse amar de Catalina de Rusia;
que batalló en el Norte junto a Washington y Líuayette;
|
|
que mendigó de corte en corte apoyo para
la libertad de las América; que escapó del tribunal
revolucionario de París para ir luego a morirse y a ver quemar
sus memorias en los calabozos africanos de España.
La ceremonia fue breve. Firmaron los novios el contrato matrimonial,
firmaron los testigos y quedó unida la pareja ante la sociedad.
Mientras María firmaba, Rosalía, casada un mes antes,
decía a su esposo:
—Es la última vez que firma con su nombre de soltera.
—Sí —repuso Adolfo, fijándose en la mano
temblorosa de María—, esta noche pierde su nombre.
—Pues mira, chico —observó Rosalía—,
no será lo único que pierda esta noche.
Poco después los trenes, partidos a gran trote, llegaban
a la casa de la novia. Se cumplimentaba a María, cuyas pálidas
mejillas se coloraban de una sincera púrpura de emoción.
Blanca, erguida, moldeado su finísimo cuerpo por el traje
de novia, con sus azahares y su velo, animada por el bullicio, por
el champaña y por la trascendencia de aquella hora suprema
de su vida, no tenían sus grandes ojos pardos la languidez
de costumbre, ni su cara la expresión de melancolía
que le era habitual. Se puso a repartir entre las muchachas casaderas,
los simbólicos azahares, del brazo de su esposo, con palabras
y sonrisitas de picara intención.
El carininfo boquirrubio, el jovencito de las violetas blancas,
se acercó a la pareja. María lo vio con indiferencia,
cara a cara. Pero mientras Crispín se entretuvo un instante
con la sandunguera personita de Ana Luisa Perrín, que le
comunicaba quién sabe qué nadería con aspecto
muy grave, el caballerito de las violetas se atrevió a deslizar
una osada frase, en voz casi natural, frase que se ahogan el tumulto
y que se introdujo en la orejita blanca de María, turbando
a la" joven un momento. Arrastró a su marido cariñosamente:
—Ven, Crispín.
Y salieron hacia el corredor. Allí se empezó a rifar
el bouquet de la novia.
En los rostros de las muchachas casaderas se pintaba el anhelo,
apenas disimulado, de sacárselo, pues creían firmemente
muchas de ellas, a pesar de las decepciones constantes, que la muchacha
a quien la suerte favorece con el bouquet nupcial, favorece también
con el marido antes del año.
Doña Josefa Linares paseaba de un lado a otro, obsequiosa
y sonreída, sus siete arrobas.
—Es buen augurio —le decía a otra señora,
refiriéndose al presagio del bouquet—. Es buen augurio.
Yo soy como los romanos: creo en los augurios y en los sueños.
La otra señora creía también en los su¡
nos, sueños, todo en los malos sueños. Cierta amiga
de ella; soñó que, su esposo había fallecido
en Europa, donde viajaba, y por el primer paquete le llegó
la noticia.
—Había muerto la misma noche del sueñe —repetía
la señora, con temblorcitos de voz, como si el i también
estuviese amenazada de viudez—, la misma. noche del sueño.
Por allí cerca otra dama interrogó a la que acababa
de referir la historia del sueño y del muerto:
—Entonces, ¿usted cree en la Telepatía?
Un poco más lejos el señor Perrín juraba a
doña Felipa que su hijo de ella era la más sólida
columna de la casa Perrín y C.a. Perrín se sentía
feliz con aquel matrimonio. Crispín era una joya, "un
modelo".
—Y eso que usted no conoce a Ramón —dijo doña.
Felipa.
— ¡Cómo no he de conocerle!
—Digo, no lo conoce a fondo. Ramón es muy avispado
Yo se lo aseguro. Ese irá lejos. Perrín se tornó
sentimental.
— ¡Ah, los hijos! ¡No saben lo que nos cuestan!
Y luego, cuando pudieran empezar a resarcirnos, se nos van, se casan.
¡Esa es la vida! Ya usted ve, mis tres muchachas... El día
menos pensado extraños se las llevan
Perrín hablaba por decir algo, por charlar, por pasar el
rato. Sus hijos, sus tres hijas, no le pesaban: pero da que se casaran
o no, más o menos pronto, se le daban a él tres pitos.
No eran mercancía que pudiera averiarse Por lo menos, él
no lo creía.
Doña Felipa, que oía con indiferencia, porque su nota
no era la sentimental, aprovechó la ocasión de zaherir
a alguien con cualquier pretexto:
—¡Cómo! ¿preferiría usted que sus
niñas se quedasen solteras... como las Luzardo? —dijo,
señalando con un gesto hacia un rincón dos cuerpos
voluminosos, dos sacos de tocino, de que nadie hacía caso,
junto a otro saco de tocino maternal.
¡Ay si la hubieran oído aquellas terribles solteronas:
Comparadas con doña Felipa, ésta aparecía como
un espíritu manso, un temperamento conciliador, un, persona
benévola! Allí se estaban en sus poltronas, solitarias
como islas.
, Entre la ponzoña de sus lenguas y de sus intenciones, entre
su eterna actitud de púgiles, dispuestas: siempre romper
lanzas por un quítame allá esas pajas, entre las Luzardo
y la concurrencia estableció ésta un cordón
sanitario de indiferencia. Y allí se estaban repantigadas
en sus poltronas solas, aisladas, en cuarentena.
Doña
Felipa, que las acababa de indicar a Perrín como abominables
paradigmas de soltería, volvíase hacia la señora
Linares, tan regocijada, tan bonachona, tan diferente, volvióse
con espíritu de embestida, e irónica de admiración
expresó:
—Para matrimonios, Josefa. ¡Dos bodas en un mes! ¡Caramba!
¡Es triunfo!
El ramillete de la novia se lo acababa de sacar Eva Luz, la sola
de las muchachas que no tenía galanteador oficial. Muchas
se rieron. Y una dijo:
—Como no se case con Perrín, que es viudo.
Pero Ana Luisa Perrín, soíío voce, por supuesto,
tomó la cosa por lo trágico, efecto de varias cepitas
de champaña que purpuraban sus mejillas y alocaban su imaginación.
Aseguraba a su novio que hubo trampa en la rifa.
Era la media noche. Los invitados fueron pasando al comedor: Perrín
con doña Felipa, Joaquín Luz con la señora
Linares, el caballerito boquirrubio con Eva, Rosalía con
Rosendo, la esposa de éste con Adolfo, Mario Linares; con
la señora de Joaquín, Ana Luisa con Peraza, su prometido;
Ramón con una de las Perrín, cuyo novio no asistía,
por enfermo. Y otras, y otras, y otras parejas.
En la mesa todo fue compostura y silencio un minuto. No se oían
sino el percutir de las copas y el tintineo de los cubiertos contra
la vajilla; silletas que traquean en busca de acomodo; frufrú
de sedas rozadas; dedos ociosos que tamborilean, a la sordina, sobre
el mantel. Un minuto después el barullo solo reinaba. Las
conversaciones se hicieron parciales.
—Se fueron los novios —dijo una señora madura,
que estaba esperando la ocasión para soltar la noticia.
Por la mesa, de un extremo a otro, corrieron epigramas más
o menos buidos y más o menos cultos.
—Si es hora de fuga para los novios, vamonos también
nosotros —dijo a Ana Luisa Perrín su galán.
— ¡Ay, qué delicia! —respondió ésta,
encogiendo los hombros en graciosísimo y picaresco mohín,
como si tuviera escalofrío.
El jovencito boquirrubio se volvió a Eva, muy alarmado.
—¿Oye usted? Su hermano se lleva una señorita.
¡Qué hombre!
• —¡Y qré mujer! —repuso Eva, sonriéndose.
Los sirvientes pasaban con las fuentes rebosando > los trinchantes
enarbolados, cruzándose señas con los ojos de un lado
a otro de la mesa, encasacados y solícitos. Los Ganimedes
de alquiler escanciaban el sauterne, el burdeos, el borgoña,
en copas de capricho, como cálices' d« magnolia sobre
su tallo, y en cráteras lindas el champagne |
|
|
|